A determinadas edades hay quien comienza a preocuparse por tener un entierro concurrido. Lo mejor de los entierros, cuando uno es el muerto, es que, por más gente que haya, nadie te molesta. Los entierros guardan cierta analogía con los cócteles de homenaje, salvo por el hecho de que en los primeros uno puede permitirse el lujo de no tener que desear estar ya muerto. En realidad, un entierro en soledad es mucho más aburrido que una boda sin asistentes ni padrinos. La soledad es un bien inestimable cuando uno está vivo, pero en la muerte es mejor disfrutar de una cierta comitiva. Esto, como tantas otras cosas, lo ha entendido perfectamente la Iglesia Católica, que le ofrece al monje todos los placeres de una soledad acompañada a cambio de una eternidad en beatífica compañía.

 El problema de recabar concurrencia para tu entierro es que la gente, a cambio, suele ser muy exigente. Antiguamente, los entierros implicaban una especie de dictadura social de la que era muy difícil escaparse: el muerto podía haber sido un perfecto hijo de puta, pero si uno había tenido el más mínimo roce con algún pariente suyo, aunque fuera en tercer grado, no podía sino cumplir con la obligación de hacer acto de presencia en el entierro. Los entierros eran actos sociales en los que los seres humanos comprendían el sinsentido de la vida. Hoy, por el contrario, hemos comprendido el sinsentido de los entierros, pero a cambio somos como niños inconscientes que se quedan perplejos frente las complejidades de la existencia.

 También la muerte en nuestro tiempo se ha democratizado, hasta el punto de que  a los entierros va, aproximadamente, quien le da la gana. Los amigos, por ejemplo, se ahorran, si pueden, la asistencia: puesto que uno ya está muerto, saben que ni siquiera se va a dignar a dirigirles la palabra. Es la sempiterna insensibilidad que se apodera de los muertos. Cuando Groucho Marx eligió para su epitafio aquello de “perdonen que no me levante” es porque tenía muy claro lo grosera que puede llegar a ser la muerte con quienes se acercan a saludarla. Sea como fuere, no parece demasiado digno andar por ahí mendigando presencias para la propia despedida, como tampoco lo es implorar necrológicas estupendas. Dejad que sean los muertos quienes entierren a sus muertos.

 Los que parecen más proclives a organizar los últimos tramos de sus vidas con vistas a un entierro multitudinario son los llamados grandes hombres, que cuando ven aproximarse los dominios de la muerte se aplican a imitar la estatua que ellos creen que serán algún día. Todo en ellos se vuelve suntuario, respetable, asépticamente institucional. Han eliminado cualquier atisbo de estridencia, como si temieran molestar a algún asistente potencial a sus inminentes funerales. “Dejar huella quería”, confiesa Gil de Biedma, “y marcharme entre aplausos”, aunque apenas unos versos después se vea obligado a reconocer que “envejecer, morir, es el único argumento de la obra”. En cualquier caso, tiene que suponer un esfuerzo tan ciclópeo esa conversión de la existencia en una obsesión estatuaria que todo aquel que no tenga nada mejor que hacer no debiera, por solidaridad, dejar de asistir a los entierros de todos los hombres ilustres que pueda.