Debe haber algo extraordinariamente tranquilizador en la certeza de la ubicuidad de la tragedia. Si el mundo es solo tragedia, si cada uno de sus episodios, por más alegre o ilusionante que parezca, no es sino la expresión de un sufrimiento intrínseco e incesante, ¿qué sentido tiene esforzarse en alcanzar lo que no sería, en el mejor de los casos, sino una engañosa apariencia? Lo único cabal que puede hacerse, lo único sensato, es abandonarse a la paz espiritual que nos procura la tristeza, pero, eso sí: solo si esta es eterna. La tristeza del hombre triste (que no es el hombre trágico), en caso de no admitir excepciones, se convierte en la forma más depurada de la felicidad; de hecho, la única felicidad verdadera. Por mor de ella renuncia a toda forma de lucha, lo mismo que el animal que ha sido capturado y comprende lo inútil que es forcejear. El adepto al pesimismo se desplaza así por un paisaje cubierto de nubes pesadas y lúgubres que se reflejan sobre la superficie inmóvil de un mar siempre oscuro. Es un paisaje estéril y desolado, pero en el que reina una paz infinita.

Ello, sin embargo, nos lleva a otra paradoja de aristas más afiladas y rotundas: puede que el hombre común, en virtud de sus ingenuas apreciaciones, se vea obligado a creer en las presuntas bondades de la vida, pero el pesimista, desde la sima más profunda de sus convicciones, sabe que es esta, precisamente, su peor enemiga, puesto que solo ella, con sus seducciones y mentiras, sus incitaciones y sus ardides, puede desbaratar el sosiego que le procura el refugio de su angustia. El hombre triste no sufre por su tristeza, ya que esta es lo único que le proporciona felicidad, sino por la posibilidad de la felicidad, que podría poner en duda la verdad de su tristeza. Cuando Heidegger, por ejemplo, afirma que la angustia nos revela la nada del ser, su caducidad inapelable, ha de reconocer también que esta va a acompañada de una suerte de oscura fascinación y una «calma hechizada». Si la nada es la verdad del ser, tal vez el filósofo sea aquel que sabe escapar de la insana fascinación que irradian las cosas.  

El problema, por tanto, es cómo encontrar descanso en la omnipotencia del mal si luego viene la vida, cual embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes, zángano de colmena, inútil, cacaseno, a comer en mi plato y a ensuciar mi mesa. ¿No estaremos determinados acaso, incluso biológicamente, a dejarnos embaucar? Por eso, el pesimista, para ser feliz, se ve obligado, no a negar la vida, pues ello significaría rechazar también el placer de su propia angustia (los pesimistas no se suicidan nunca), sino a afirmarla en su condición de mal radical, lo cual le permite seguir sufriendo y, por consiguiente, ser feliz. El adicto a la desdicha se convierte así en un reprimido que se recluye en el dolor para evitar que los insospechados encantos del mundo le arrastren a la misma vorágine de desazón e incertidumbre que aqueja al resto de los seres vivos. Desprecia, pues, la vida en sus manifestaciones más gozosas y sus reverberaciones más joviales, pero abrazaría sin dudarlo la eternidad si tuviera la seguridad de que ella no es sino la fruición interminable en el placer de la tristeza.

Podríamos deternernos en las vidas de aquellos existencialistas parisinos o, más aún, en la de los artistas nórdicos finiseculares (Estrindberg, Munch, Ibsen), porque ellos, mejor que nadie, gozaban del dolor de estar vivo y de la pesadumbre, aun mayor, de la vida consciente. Sus tardes se arrastraban hacia noches vacías, en las que irrumpía la muerte en forma de amores fugaces, locura y risas y licores letales. Así, mientras el optimista, en su ingenuidad, apenas si podía permitirse la presencia del mal, pues este, por sí mismo, podría destruir todas sus ficciones, y el hombre trágico, según nos dicta Clement Rosset, «vive sumergido en la alegría de vivir, a pesar de reconocer el carácter impensable de ese júbilo», el pesimista se complacía en su desdicha, como quien pasea por un parque invernal bajo una lluvia fina que parece demasiado al llanto. Da igual que todos los días sean el mismo o que la noche helada duerma a su lado, lo importante es que el sol no brille nunca, que el amor no dure, que el dolor no se aleje como si fuera un amante despechado. El hombre triste quiere vivir donde el dolor le de sentido a su vida.

NOTA: Camuflados en este texto hay unos versos de un poeta muerto. Habrá quien los reconozca y sepa al momento que cumplen el papel de juego literario, pero habrá también quien se haya apresurado a creer que constituyen un ejemplo flagrante de plagio. Para estos últimos incluyo esta nota: saber diferenciar entre juego y plagio nos dice mucho sobre quien es un memo y quien es un sabio.

Una de las frases mas estúpidas y, por lo tanto, mas citadas de la historia de la literatura es aquella de Tolstoi (siempre entre los autores mas pródigos en tales menesteres) que incidía en el parecido de las familias felices frente a la irreductible singularidad de las que habitan en la desgracia. La realidad es estrictamente la contraria: la infelicidad es siempre compacta y uniforme, de una homogeneidad perfectamente intercambiable. La tristeza, según advirtiera Spinoza, es el paso de una perfección mayor a una menor, y en ese proceso de disolución todos los gatos terminan siendo indefectiblemente pardos. Puede que un novelista cuya imaginación haya sido rigurosamente pervertida por los mórbidos principios ideológicos del romanticismo tan sólo encuentre vida allí donde el hombre se debate con las sombras de su destino, pero ello, más que de los caracteres objetivos de ningún estado de ánimo en concreto, es consecuencia, más bien, de las infranqueables limitaciones de su mirada, de las estrecheces de su percepción, de las insuficiencias, incluso, de sus recursos artísticos.

En realidad, la felicidad, como potencia suprema del ser, puede presentar una variedad de matices y gradaciones tan infinitamente ricos, tan sugestivos desde un punto de vista filosófico, tan incitantes en términos estrictamente literarios, que se necesitaría de un verdadero coloso del arte para dejar cumplida cuenta de ellos. La felicidad no es nunca aburrida, lo es tan sólo el modo tan estrecho y superficial con el que a menudo la percibe nuestra proverbial miopía estética. He visto felicidades que se complacían en una melancolía casi perfecta, felicidades de tardes de invierno y añoranzas indefinidas. He visto felicidades ermitañas, felicidades atrincheradas en un silencio exquisito que no implicaba, sin embargo, ningún reproche del mundo. He visto felicidades tranquilas, exultantes, desafiantes, definitivas. Puede que las felicidades más consistentes sean aquellas que apenas si tienen conciencia de sí mismas, aquellas que se inscriben en la memoria como un bien irremisiblemente perdido. Incluso en esas familias felices que la mirada de Tolstoi reputa indistintas, los matices de la dicha revisten variaciones sorprendentes: donde el padre, por ejemplo, presenta una alegría rutinaria e irreflexiva, el hijo puede oponerle un incendio desbordante de rebeldía y entusiasmo. La felicidad de las madres suele ser mucho dulce, y mucho más profunda.

En esta mañana perfecta de domingo de principios de otoño me llegan desde la calle los ruidos de esa felicidad íntima de las familias, esa felicidad banal de los momentos intrascendentes, las risas de los padres, el juego de los niños…Es, en efecto, una felicidad pequeña, carente de retórica, envuelta por lo general en una frágil arboladura de problemas suspendidos y también ínfimos y más o menos evanescentes; una felicidad que se irá ensombreciendo conforme avance el día hasta impregnarse de ese raro desasosiego que anega las tardes de domingo. Es, desde luego, una felicidad incompatible con los sueños de absoluto, una felicidad infima, cívica, humildemente democrática. No hay en ella ni héroes ni tumbas, tan sólo seres humanos que de forma tal vez enteramente inconsciente oponen la evidencia de sus vidas a la oscura omnipresencia de la muerte.

Al igual que esa felicidad inestable, imprevisible y huidiza, también la democracia se levanta sobre unos presupuestos altamente improbables. La primera diferencia que apreciaron mis ojos adolescentes en aquella democracia que trataba de arrancarse aún la costra del franquismo fue precisamente la normalización del júbilo en los parques y las plazas. Era la alegría de la gente corriente, la dicha inevitable, la imperativa cualidad sin la que cualquier deseo de supervivencia resultaría por entero ininteligible. Era la alegría de los que sintieron de pronto que la expresión de la dicha no era pecado ni tampoco delito. Pues bien, nadie se mostraba tan escandalizado por ella como los aventureros del absoluto, los nostálgicos del infinito, los lacayos más o menos involuntarios de las diversas formas de despotismo. Unos la juzgaban frívola y burguesa; otros, traidora e impía. Por eso, cuando las tribulaciones de este tiempo nos condicionan en cierta forma la perspectiva, lo peor que podríamos hacer es abjurar de esa alegría posible que no anhela el comercio con los dioses, sino que nos inscribe, mucho más humildemente, en el reino de lo humano. Dejemos que los secuaces de Tolstoi y cualesquiera otros muñidores de quimeras prosigan soñando trasmundos con mayúsculas, pero sería un error de consecuencias incalculables permitirles que contaminen nuestra risa.