DON QUIJOTE Y LA FELICIDAD

Hay aún otra lectura posible de esa obra por antonomasia de la imaginación humana que es El Quijote de Cervantes: contra lo que pensaba Aristóteles, el hombre no está hecho para la felicidad. En cuanto atisbamos, aunque sólo sea por aproximación o en modo de analogía, ese estado tantas veces deseado de la dicha plena, en el que la vida parece despojarse de su aspereza y disfrazarse con sus mejores trajes de gala, comenzamos a sentir una inexplicable y profunda desazón que nos arrastra inevitablemente a la melancolía, como si oscuramente presintiéramos que más allá ya no hay nada y que, por tanto, a partir de ahora tan sólo nos cabe esperar la evidencia de una incontestable inanidad y una persistencia en el ser que se revela del todo absurda: ¿De que le vale al hombre entonces ganar su alma si el mundo deviene, como contrapartida, una sustancia muerta? Por supuesto, es a la evolución de la especie a la que le debemos esta esencial contradicción de nuestro destino. Seleccionados implacablemente a través de los siglos, tan sólo aquellos individuos mejor dotados para mantenerse en un permanente estado de alerta fueron capaces de sobrevivir. El resultado es que apenas si somos capaces de soportar un segundo de calma sin sentir la necesidad de inventar fantasmas que nos hagan creer que seguimos luchando heroicamente contra el mundo. El heroísmo, en tal sentido, no sería sino el reconocimiento expreso de nuestra incapacidad para la paz.

Alonso Quijano, apodado El bueno, vive una vida apacible y ociosa en un lugar apartado del que el mundo ni siquiera recuerda su nombre. Tiene seres que le cuidan y y le aman y, aunque no disfruta de una posición fastuosa, lo que, por otra parte, podría resultar una fuente de inquietudes y problemas, sí goza de una economía lo suficientemente saneada como para no tener que preocuparse por las vicisitudes materiales de la vida. Al igual que los pocos sabios que en el mundo han sido, don Quijote puede dedicarse plenamente a los placeres del espíritu, que, para él, se concentran en las infinitas sugestiones que le procuran las novelas de caballería. Estas no sólo le proporcionan entretenimiento y solaz en sus largas horas de holganza, sino también un sistema de valores y creencias que, como cualquier otra ideología, le ofrece la ilusión de un mapa más o menos exhaustivo de cómo debiera ser el mundo. Tiene, pues, a su disposición todos los resortes imprescindibles para disfrutar de una felicidad dulce, razonable y tranquila (pues no hay felicidad que admita otros adjetivos), pero vive, sin embargo, en un constante estado de agitación y desasosiego que terminará por expulsarlo a un mundo hostil, precisamente por su hostilidad, en busca de conflictos en su mayor parte innecesarios y ficticios, como si la felicidad fuera un suelo de lava ardiente que, más allá de un cierto tiempo, le abrasara las plantas de los pies. En ello consiste, básicamente, la locura de nuestro caballero andante y en ello consiste también la nuestra.

Todo el periplo posterior del buen hidalgo no es sino un nutrido catálogo de gestas imaginarias concebidas únicamente para no tener que sentir lo que un poeta, algunos siglos después, llamaría «la horrible carga del tiempo». Por eso la alegórica travesía de don Quijote se asemeja tanto a la de cualquiera de nosotros, más aún en unas sociedades en las que la siempre ambigua tutela del Estado ha proporcionado a los hombres un desconocido nivel de seguridad y acomodo material, aunque con sus subsecuentes secuelas de aburrimiento y futilidad: todos los fetiches ideológicos contra los que embestimos lanza en ristre no son sino el correlato de lo que para don Quijote eran los molinos de viento. Podríamos ser más felices que cualesquiera otros individuos que nos hayan antecedido, pero, al igual que el inconformista caballero andante, vivimos presos de una suerte de locura que nos lleva a confundir lo real con lo ficticio, lo primordial con lo irrelevante. Tal parece ser nuestro destino. Los engendros que segregamos suelen ser, además, más deformes y monstruosos que los reales, puesto que brotan de los más sórdidos recovecos de nuestro corazón.

Decía otro poeta que los hombres no están preparados para soportar demasiada realidad. Ahora bien, de la misma forma que solo la verdad puede hacernos libres, tampoco es posible ninguna felicidad que no se asiente sobre el suelo firme de la realidad, sea ésta lo ineludible. Es bastante normal, en consecuencia, que como clamaba García Lorca en su poema, no queramos verla, pero no sólo a la muerte, que es tal vez su evidencia más extrema, sino a las humildes realidades que componen nuestra intransferible y milagrosa cotidianeidad. Basta una somera mirada a nuestro alrededor para asombrarnos del increíble virtuosismo con que la inteligencias humana es capaz de convertir todas las condiciones objetivas de una felicidad posible en la fuente de la más abyecta infelicidad, en la cual, al parecer, encontramos algún sentido. Nos peleamos denodadamente con nuestra propias mentiras, para no tener que admitir la presencia inapelable y salvífica de la verdad. En la obra homónima de Camus, el personaje de Calígula afirmaba que los hombres viven y mueren y no son felices, pero tal vez la culpa no resida en un mundo que, como pensaba el escritor francés, es intrínsecamente absurdo, sino en los propios hombres, que inventaron el sueño de la felicidad para poder consumar con toda impunidad su trágico deseo de ser infelices.