Tenemos la tendencia a juzgar a las personas a partir de la compresión que de ellas alcanzamos en el tiempo; es decir, desde el fin, más o menos provisional, de la historia. En tal sentido, todos somos naturalmente hegelianos. Es verdad que cada instante del pasado fue incontestablemente verdadero en su momento, pero falto de la información que les fueron añadiendo los distintos avatares de su despliegue en el tiempo, resultaban claramente insuficientes y, por ello mismo y en cierto sentido. Ahora bien, ¿ha de ser esta la única forma del juicio? ¿No estaremos pervirtiendo con ello, o anulando, la verdad intrínseca e inalienable que guarda en su momento de verdad un hecho concreto? Y, aun peor, ¿no contiene tal dictamen de la reflexión, por más inevitable que pueda ser, una implícita traición moral a las personas o a los hechos que juzgamos y, por extensión, también a nosotros mismos?

Puede darse el caso, por ejemplo, de que alguien a quien otrora tuvimos en alta estima se nos haya revelado, a causa de su conducta o de ciertas evidencias conflictivas de su carácter, como un un perfecto miserable digno de todo desprecio, pero ¿es esa toda la verdad del individuo? ¿No es ella también, aunque con un radio más amplio, la fotografía de un momento? Ciertamente el juicio mejor informado es aquel que se ha formado con todos los datos que hemos ido recogiendo y ordenando en nuestro sentido crítico, pero ¿significa que el otro, el primero que nos suscitó aquella persona, era falso? Al menos no lo fue durante aquel momento. Si allí guardábamos por ella un cierto aprecio o , incluso, una admiración auténtica era porque, en nuestra opinión, presentaba todas las condiciones de posibilidad necesarias para ello. Sí, podría aducir alguien, pero el tiempo ha demostrado que estábamos en un error. Concedido, pero ¿ quién podría negar que en aquel preciso instante estábamos en lo cierto, que no estábamos equivocados? Si desvinculáramos ese momento de nuestra historia posterior y lo destacáramos en su estricta singularidad de presente continuo, ¿no seguiría siendo exactamente lo que fue en su tiempo y conservando, por tanto, el carácter luminoso que en su día tuvo? Es, pues, desde la cima de la historia que constituye cada uno de nuestros ahoras desde donde esa persona ha sido condenada, pero en el bello recuerdo que inevitablemente guardamos de ella en un determinado momento, esa indeleble foto fija continúa manteniendo una verdad que sólo puede desdibujar, pero nunca abolir, la propia existencia del tiempo.

Así pues, ni siquiera es necesario elegir: tan consistente será el juicio fruto del análisis en el tiempo como la imagen inmovilizada del ser con el que compartimos una cierta imborrable afinidad en el pasado. Puesto que el contacto, por lo demás, se interrumpió a partir del dictamen de el juicio final*, ambos son entes de razón, realidades puramente mentales, fantasmas más o menos improbables de nuestra subjetividad: por un lado, tenemos al ser que, en virtud de los resultados del juicio, ni mucho menos infalible, de la experiencia nos ha llegado a resultar despreciable; por otro, al que fue nuestro camarada, amigo o compañero, que no puede ser abolido a menos que lo integremos en una historia posterior de la que él, en el momento, al menos en el que lo recordamos, aun no formaba formaba parte.

Tal vez es precisamente a esto a lo que se refería el poeta cuando afirmó que la belleza subsiste siempre en el recuerdo. Pero subsiste como verdad en su dimensión de eternidad, independientemente de todos lo que haya venido después e independientemente también de los estragos que haya podido propiciar el tiempo en nuestra forma de ver, porque, ¿ quién nos dice que no han sido esos estragos y no la propia condición de los hechos las que han influido en nuestra facultad de juicio y determinado, en consecuencia, la sentencia que finalmente hemos emitido? Si esto es así, podremos volver a vivir eternamente (lo que dura esa eternidad que logra incrustarse en el tiempo) aquello que vivimos, sin las insidiosas interferencias que sobre ello proyecta el juicio. Éste ciertamente dictó su veredicto tal y como estipula Anaximandro, “según la necesidad; pues tienen que expiar y ser juzgadas por su injusticia, de acuerdo con el orden del tiempo», pero, vistos lo hechos a la luz de la improbable invulnerabilidad lógica de cada momento, no cabe encontrar en ello indicios de culpabilidad. Y rescatar esa verdad de su proceso, ¿no significa, en cierta forma, dignificar todo cuanto hemos vivido?

Por eso, cabría extender también estas reflexiones a las relaciones que las sociedades humanas ha de sostener necesariamente con su pasado, que es como decir consigo mismas. La justicia de la razón, en tal caso, no es nunca ni debe ser la razón de la historia. Ésta ha de comprenderse necesariamente desde el presente, pero evitando al mismo tiempo juzgar a partir de él. Cada hecho del pasado, por su parte, encuentra su eternidad en el seno de la historia, pero ello sólo es posible porque ésta intenta restituirle la verdad de su existencia, la cual, aunque nazca del tiempo, es virtualmente refractaria a él. La justicia de la memoria es, por tanto, inquisitiva, benévola, curiosa, suele aplicar el leibciano principio de razón suficiente; la de la razón, por el contrario, es más proclive a mostrarse como más rígida y circunspecta, más intolerante y unilateralmente moralista, y aplica por lo general la sentencia de Anaximandro. En tal sentido, podría decirse que los pueblos que optan por la justicia de la memoria son aquellos que pueden permitírselo; son los pueblos adultos, lo pueblos sanos, los pueblos fuertes. Por el contrario, los pueblos que aplican la justicia de la razón, aunque parezcan revolucionarios, están destinados, por citar a un gran pensador, a repetir los errores de su pasado.

* El llamado juicio final es un situación que experimentamos con inusitada frecuencia durante nuestro tiempo en la Tierra, unas veces en el papel de jueces y otras en el de víctimas. Sin estos juicios finales, que interrumpen abruptamente nuestras relaciones con personas y lugares a partir de una sentencia a menudo inapelable , la vida presentaría una monótona continuidad y, probablemente, una carencia de singularidad y de relieve.