De la misma forma que se ha puesto de moda entre los filósofos de nuestro tiempo declarar que la filosofía no sirve para nada, con lo que, más que cualquier otra cosa, estarían reconociendo que los que no sirven para nada son ellos mismos, también entre los escritores de cualquier género resulta al parecer de buen tono proclamar que escriben única y exclusivamente para sus coetáneos, puesto que creer en la posteridad es una de las cosas más tontas en las que se puede creer. Y así nos va. La incredulidad en la posteridad es una suerte de ateísmo que sólo se pueden permitir quienes, en el fondo, recelan de ellos mismos. No creo que haya habido un solo gran autor, incluso aunque su obra haya quedado inédita, que no haya escrito para la posteridad, que es como decir para alcanzar la fama y el reconocimiento universal en la memoria de los siglos.

Por el contrario, un autor que se atreve a confesar que sólo escribe para sus coetáneos, no sólo está admitiendo con ello que rebaja sus escritos a la altura de los dictados estéticos, sean estos los que quieran ser, que le marque un presunto público, sino que, de alguna forma, ha aceptado también la obligación de tener que relacionarse con él. ¿Y hay algo más pesado y extemporáneo, podríamos preguntar, que los propios coetáneos? Es verdad que los hipotéticos lectores del futuro serán aproximadamente tan insufribles como los actuales, puesto que tal es, por definición, la condición de todo lector independientemente de la época en que viva, pero frente a ello podríamos proclamar con Epicuro: cuando la posteridad esté, si es que llega a estar algún día, ya no estaré yo, mientras ahora que estoy yo, la única posteridad que conozco es la de mis nalgas.

No obstante, peor que el escritor que escribe para el presente es, en mi opinión, el que lo hace para la posteridad como si ésta existiera realmente, aquel que, con conmovedora ingenuidad (o, a menudo, incluso sin ella), cree que lo que está escribiendo está destinado a ser recogido indefectiblemente en el riguroso catálogo de obras selectas que depuran los siglos. De hecho, no sólo escribe creyendo en dicha posibilidad, sino, única y exclusivamente, en virtud de ella. Podemos identificar a este tipo de escritores porque vayan donde vayan parece ir arrastrando siempre su propia estatua de de mármol. Evitemos aquí poner nombres. Si el escritor esclavo de sus coetáneos suele caracterizarse por un estilo inane y estereotipado que se integra perfectamente con el resto de los productos de cualquier supermercado, el que sólo piensa en el futuro tiene tendencia a segregar una prosa almidonada y rimbombante que no es sino el reflejo de sus sueños de mármol («sólo les falta cagar mármol», dice el maravilloso Mozart de Milos Forman refiriéndose a los personajes de Salieri).

Ahora bien, podríamos preguntarnos, ¿a qué tipo de escritores está destinada esa posteridad tan anhelada por quienes sueñan con ella? Es obvio que no podemos saberlo, pero sean lo que sean, tendremos que concluir que estará finalmente compuesta por el juicio de los lectores de un determinado tiempo, toda vez que, aunque la posteridad, por definición, sea una instancia que nos remite al porvenir, ha de concretarse indefectiblemente siempre en un presente efectivo, con lo que llegaríamos justamente al mismo lugar del que queríamos huir, es decir, al primado, no por circunstancial menos despótico, de uno u otro tipo de público. Si esto es así, tú, querido lector, no serías ahora sino uno de los infinitesimales representantes de las posteridad que esperaron los escritores del pasado, por más no te parezcas en nada a lo que ellos imaginaron, del mismo modo que los lectores del tiempo de aquellos tampoco se asemejaron a la imagen de la posteridad que concebían los que los antecedieron.

Cabe, sin embargo, una tercera posibilidad, que es la que a nosotros nos parece más provechosa y sugestiva como hipótesis de trabajo: consiste en creer en la posteridad, sí, pero sólo a modo de un ideal regulativo, por decirlo en términos kantianos. Ello significaría que sabemos perfectamente que la posteridad no existe, que es un camelo y un mito ilusorio y contraproducente, pero con cuya idea podemos jugar transformándola en una suerte de instancia ideal que convoque en nosotros lo mejor de nosotros mismos. Somos conscientes de que no la habemos con una moneda falsa con la que no podríamos comprar ni nuestros propios libros, pero también que, gracias a ella, nos ubicamos en una dimensión imprevisible de absoluta libertad creativa (por más problemático que resulte este concepto referido a cualquier obra de creación) en la que sólo operan las exigencias que nosotros nos imponemos a partir de una suerte de superyó imaginativo, perfectemente indiferente, por lo demás, a cualquier tipo de público, ya sea hipotético o real. Es precisamente porque tenemos la certeza de que la posteridad no existe, por lo que nos podemos permitir el lujo de escribir sólo para ella, con la inestimable ventaja de que si no logramos nuestros objetivos al menos nos habremos librado de tener que acudir a presentar nuestros libros.

Una de las decepciones más habituales para los lectores empedernidos es la de regresar a autores que un día despertaron su devoción y encontrarse con que han encogido. Fueron tan sólo flor de un tiempo, espejismos de una edad que los entronizó sobre el pedestal ilusorio de sus propias necesidades. Borges, por ejemplo, fue en mi juventud poco menos que un dios: era adicto a sus relatos, defendía sus poemas frente a aquellos que los consideraban malogrados, sus reflexiones, según creía, me abrían caminos inéditos para las mías. Pero ha pasado el tiempo y, como decía otro poeta, la verdad desagradable asoma: cuando he vuelto a Borges muchos años depués me he visto obligado a reconocer que, aunque sin llegar a resultarme un autor en absoluto desdeñable, he tenido que reconocer que tampoco era para tanto. Cuando ahora lo leo, no puedo evitar que me irriten sus arrogantes manierismos, que sus exhibiciones de erudición me parezcan vulgar pedantería, que sus pensamientos a menudo se revelen impostados y banales a la luz de la más somera crítica y que su poesía, en fin, esté llena de construcciones menoscabadas por la voluntad cerril de introducir a la fuerza elementos simbólicos que funcionen como marcas de la casa. Me gusta pensar que sus relatos, al menos, no han perdido consistencia, aunque debo reconocer que no siento la necesidad de volver a leerlos. Pues bien, frente a los autores que decrecen con el tiempo, nos queda el consuelo de saber que los verdaderamente grandes, no sólo conservan su grandeza, sino que parecieran haber aumentado de tamaño con el tiempo. ¿Alguien puede sentirse defraudado cuando arriba a las costas de esa Ítaca eterna que es Homero?


Por todas estas cosas, me resistía a volver a El libro del desasosiego, que había sido el de mi cabecera durante muchos años. A su sombra, puede decirse, aprendí a expresarme; él me enseñó a definir lo intimo, a definirme. Llegué a ser tan estilísticamente pessoano que uno de mis mayores temores de reencontrarme con él consistía precisamente en que volviera a contaminarme. Suele ocurrir con todos los grandes. Sin embargo, lo que de verdad me aterraba era la inquietante posibilidad de que, al final de este viaje, fuera la decepción la que me esperara. Y, en cierta forma, así ha sido. Pessoa ya no me engaña con muchos de sus recursos. A veces me resulta imposible dejar de apreciar que, borracho posiblemente de vino, se emborracha también de lenguaje, y que el pensamiento ya no sigue su curso natural, sino que se desvía por caminos a veces un tanto extravagantes. En otras ocasiones encontramos que es esclavo de su personaje, y que, en aras del discurso, fuerza la experiencia de la nada en el teatro cotidiano de su nihilismo. En alguna reflexión se deja arrastrar por el entusiasmo, más de la sensación que de la idea, y la lleva mas allá de donde debiera, con lo que deviene reiterativo.

Y aun así, Pessoa no ha menguado ni un ápice. Es más, en cierto modo me parece muy superior al que dejé aparcado en mis años juveniles, y ello a pesar de que el personaje con el que me he encontrado ya poco o nada tiene que ver conmigo. Aquel yo lejano que leía a Pessoa se identificaba plenamente con él: vivía también en un estado semejante de futilidad existencial lamentable que iba acompañado, además, de una aguda conciencia del mismo; realizaba igualmente un trabajo rutinario y carente de ninguna sugestión, y su cotidianeidad, por fin, era tan opaca y desleída como la que describe Bernardo Soares en las páginas de su libro. El yo que ahora lee a Pessoa, sin embargo, se encontró en algún momento consigo mismo, de modo que pudo ir perfilando, con unos límites más o menos precisos, el retrato de su propia imagen. Ese yo, por supuesto, es también un personaje, pero constituido a partir de la realización efectiva de ciertos sueños preeminente que habitaban ya en aquel otro yo que leía a Pessoa fervorosamente. Y eso era, tal vez, lo que, sin yo saberlo, me distanciaba ya de él.

El Pessoa de El libro del desasosiego se caracteriza por no tener ningún ideal preciso, por no generar ninguna imagen, por así decirlo, positiva o preferente de sí mismo. Precisamente por eso, puede soñar todos los sueños con un una profundidad que por lo general les está vedada a quienes los sueñan con la aspiración de un compromiso más o menos futuro. Pessoa sueña al modo de un diletante, pero sólo para reencontrarse poco después con el personaje insignificante que acude a su oficina en la Rua dos douradores o se recluye en una sórdida habitación (cuántas habitaciones como esas habré conocido yo también) desde las que piensa el mundo: «puedo imaginarlo todo – confiesa – porque no soy nada». Desde esta perspectiva, todos los heterónimos de Pessoa no serían sino las múltiples partes constitutivas y, hasta cierto punto, necesarias de ese sueño diletante, así como de sus correspondientes tentativas, puramente imaginarias, es decir, literarias, de ser muchas cosas al mismo tiempo que nacen del hecho cierto de no ser en efecto ninguna.

Y es  tal vez, esto ultimo lo que constituye la grandeza perdurable de Pessoa, porque a partir de esa lúcida conciencia de la nada de sí mismo es capaz de comprender como nadie el trasunto de grandeza que hay detrás o debajo de cada apariencia ínfima, de las cosas más insignificantes: la sabiduría, por ejemplo, que se esconde tras la insolente estupidez con la que vivimos nuestras vidas de cada día, la verdad profunda que encierra la existencia del hombre común frente a las grandes formulaciones metafísicas, el milagro que constituye la mayor parte de lo que, por acostumbrado, simplemente desdeñamos… En una de sus revelaciones más memorables es capaz de deducir de toda la concatenación del mundo humano a partir de la observación en el metro de la nuca de una humilde empleada. Precisamente por no ser nada, el personaje de Pessoa es capaz de encontrar el principio de razón suficiente de cada cosa… para acabar concluyendo que también éste es, estrictamente, nada.

 
Por eso, a pesar de la distancia abismal que me separa de él, y que es exactamente la misma que me separa del mi mismo que se identificaba con Pessoa, Pessoa me sigue pareciendo uno de los grandes. Creo, de hecho, que también él hubiera sentido esa distancia si hubiera vivido más años, si hubiera logrado concretar, como seguramente habría ocurrido, alguno de sus sueños más precisos y, en particular, aquel que más íntimamente tuviera que ver con él. Porque esa distancia es la que separa el ser del no ser, la forma que ha logrado alcanzar un cierto perímetro de la fórmula difusa que admite cualquier forma del mundo. Yo ya no soy Pessoa porque, según creo, llegué a ser yo mismo, pero no puedo, sin embargo, al leer de nuevo a Pessoa, evitar sentir una extraña nostalgia de aquel otro yo que aun no era nada, de aquellas habitaciones destartaladas y tristes, de aquellas noches ebrias en las que uno ensayaba, como hace el propio Pessoa a través de sus escritos, todas las variantes posibles en las que podría ser. Lo que se esconde detrás de esa nostalgia no es otra cosa que una añoranza profunda de la libertad que conlleva la nada, con sus posibilidades infinitas de ser frente a la estricta limitación que nos impone el hecho de ser un algo concreto. Por eso, la gran paradoja que representa Pessoa por medio de su obra es que sólo llegó a ser algo, contra lo que decía Spinoza, perseverando en la nada, mientras que si hubiera llegado a definirse en algún momento, muy probablemente no nos acordaríamos de él.