Entre las muchas frases estúpidas con pretensiones de verdad que le debemos a Jorge Luis Borges, debería constar en un lugar de honor aquella que afirmaba que “La derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”. ¿Por qué?, cabe preguntarse. Lo primero que en Borges debería hacernos desconfiar son los adjetivos que elige, casi siempre más destinados a seducir nuestra credulidad que a la pura obligación de circunscribir una verdad posible. ¿Por qué la victoria ha de ser ruidosa? Tan sólo porque dicha cualidad proyecta sobre ella una sombra de vulgaridad, que es, a la postre, lo que se pretende demostrar. Pero la victoria, sin detrimento alguno de su condición, ¿no puede ser perfectamente silenciosa?, ¿no lo son así, acaso, las más perdurables y hermosas?

Pero sigamos interpelando a la frase: ¿Por qué el triunfo, incluso si fuera ruidoso, no merece ninguna dignidad? Convengamos que existen victorias tramposas, trapaceras y miserables a las que parecería aberrante honrar, para empezar porque su propia configuración las descalifica como tales (no hay victoria propiamente dicha si no es en buena lid), pero ¿hay algo que merezca más dignidad que esa conquista final que es el resultado de la fuerza combinada con la inteligencia? Y más allá de ello: ¿en virtud de qué extraña perversión ideológica deberíamos concederle al fracaso, por sí mismo, un estatuto indiscriminado de dignidad? Borges, por tanto, comienza sentando una premisa falsa para establecer a continuación un principio que sólo se sostienen en la pura credulidad.

En cierta forma, la frase del argentino nos recuerda a otra, igualmente estúpida, de Tolstoi, ese sacerdote intrínsecamente rousseauniano, que repiten sin solución de continuidad todos los papagayos literarios. Es aquella que sostiene que “todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Obsérvese que ambos enunciados comparten el principio romántico de negatividad: la de Borges ensalza el fracaso sobre el triunfo; la del ruso, la infelicidad sobre la dicha. Ambos hubieran sido considerados unos degenerados en el mundo griego, aunque sea precisamente allí donde encontramos la intuición genuina que anticipa todo el nihilismo moderno. Es la celebérrima sentencia de Anaximandro, que, como si fuera una premonición, constituye el primer balbuceo del pensamiento occidental: «De donde las cosas tienen su origen, hacia allí deben sucumbir también, según la necesidad; pues tienen que expiar y ser juzgadas por su injusticia, de acuerdo con el orden del tiempo» (las cursivas son nuestras).

Los griegos, desde luego, siempre fueron en sus planteamientos más profundos y radicales. Puestos a impugnar la realidad (lo mejor para el hombre es no haber nacido), no nos quedemos en aspectos meramente accidentales, tales como el fracaso o la infelicidad: abordemos una enmienda a la totalidad del ser, al tiempo que reivindicamos la nada como destino inexorable al que irremediablemente habrá que regresar. En cualquier caso, no encontraremos en el mundo griego ninguna apología de fracaso, salvo cuando éste se produce a pesar del heroísmo o la nobleza de carácter. Tal es lo que nos muestra Homero y, sobre todo, la tragedia. El héroe trágico, en efecto, fracasa, pero lo hace en cierta forma contra las añagazas del mundo o a consecuencia de su propia desmesura e ignorancia. En este último caso, sólo la muerte lo redime, y no es grande, entonces, porque haya sido derrotado, sino por haber sabido asumir la derrota con admirable grandeza de ánimo. Tal es la razón, así mismo, por la que los poetas griegos, al contrario que nuestros gimoteantes bardos modernos, alabaron siempre el triunfo, ya fuera en la competición o en la guerra: Odiseo es admirado, no a pesar de su condición de ladrón y sinvergüenza, sino precisamente por ello.

¿A qué entonces ese prestigio del fracaso en nuestro tiempo? En mi opinión, ello se debe, según ya se ha apuntado, a la invulnerable persistencia de los efluvios románticos. El poeta romántico, tomando la parte (el fracaso) por el todo (la noble lucha), no sólo le asigna al primero una dimensión de grandeza incondicional, sino que proyecta sobre él la dimensión de ennoblecimiento que irradia la segunda. de esa forma, el fracaso deviene, poco menos, que un imperativo moral, mientras que el triunfo se convierte en una suerte de adorno pequeñoburgués que hay que evitar como a la peste. Así mismo, la derrota queda justificada, puesto que si no ganamos, no es porque no pudimos, sino porque ni siquiera luchamos, ya que de haber vencido hubiéramos quedado reducidos a la abyecta condición, Borges dixit, de seres indignos. Ahora bien, ¿y si nada de todo esto fuera tal y como nos quieren hacer creer nuestros insignes literatos modernos? ¿Y si el fracaso y la derrota no fueran en muchas ocasiones sino la condición de posibilidad de algunas de las formas de triunfo más abyectas e infames?  ¿Y si el mal, para extender su imperio, necesitara al perdedor que se complace en su condición de tal? ¿Qué tendrían entonces de dignas tales formas del fracaso?

Hasta el triunfo del mal tiene algo que merece ser alabado: simple y llanamente supo ganar, usó mejor sus recursos, aunque fuera para llegar a un lugar indeseable. ¿Y qué decir del triunfo del Bien? ¿Debiéramos despreciarlo o, peor aún, condenarlo simplemente porque nuestros literatos lo consideran vulgar en virtud de un principio que no se dignan o no saben explicar? Pero concentrémonos en el fracaso. ¿Qué nobleza o dignidad hay en el perder cuando ello ha sido consecuencia de la indolencia, la torpeza o la incompetencia? Y, sin embargo, hasta en esas formas de derrota hay un último vestigio de decencia siempre y cuando sus afligidas víctimas nos ahorren el expediente de la queja. “Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”, le dice la madre de Boabdil a su quejumbroso hijo en uno de nuestros romances más renombrados. Lo habitual, sin embargo, es que el perdedor intente convertir su impotencia en un principio moral, cuando no de ontologización infinita de la realidad (véase a tal respecto toda la filosofía de Schopenhauer). Desde dicha perspectiva, el vencedor no lo será nunca simplemente por haber sido mejor, sino, precisamente, por representar el mal. Así pues, se perdió por la sencilla razón de que el mal domina en el mundo, luego el mundo en todas sus manifestaciones es lo que hay que impugnar, toda vez que ya sabemos que la cosas han de pagar “las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo”. Convoquemos, por tanto, a los poetas y a los demagogos para que canten a la derrota: ella nos dispensa de las molestias de la acción, al tiempo que nos engrandece sin necesidad de rendir tributo.

LEER A PLATÓN

08/12/2023

Cada pensador nos inscribe con sus escritos en la esencia de su pensamiento. No hay filósofo verdaderamente relevante en el que el estilo, por así decirlo, no sea consustancial al sentido más recóndito de lo que aspira a trasladar. El Wittgenstein estricto de las proposiciones del Tractatus da paso al Wittgenstein más digresivo que se ve obligado a admitir las ambigüedades y complejidades del lenguaje. Spinoza se expresa a través de una geometría rigurosa de axiomas, definiciones y demostraciones que ejemplifican a la perfección la forma de sus verdades más profundas. Descartes, por su parte, profundiza en los misterios de la subjetividad a través de una introspección que no puede evitar incurrir en la autobiografía. El escéptico Montaigne acomete una y otra vez el ensayo, como método siempre inconcluyente de la deriva del pensar. Aunque a Aristóteles tan sólo tengamos acceso por unos meros apuntes de clase, asistimos al proceso más puro del pensamiento, en el que éste cuestiona los problemas desde todos los ángulos, empezando en lo comúnmente admitido para ir alcanzando, a través de un tratamiento rigurosamente silogístico, verdades que son siempre sólo probables.

En cada uno de ellos, por no extendernos a las especificidades de otros pensadores igualmente relevantes, encontramos una interconexión, cabe decir, facial entre el fondo genuinamente filosófico y la forma literaria a través de la cual se despliega ante nuestros ojos el pensamiento. No obstante, y más allá de las discrepancias profundas que nos pueda suscitar su inversión ontológica, no creo que haya experiencia filosófica tan completa y tan perfecta como la que nos procura la lectura de Platón, puesto que en ella la filosofía se halla, por así decirlo, en acción en cada uno de los momentos, desde el mismo inicio de la lectura, que componen el recorrido de la reflexión.

Por supuesto, el objetivo final de todo el trayecto es la contemplación, en sentido literal, del reino de lo máximamente inteligible, en donde imperan eternamente el orden, la armonía, la belleza y la verdad frente a los inevitables males del mundo fenoménico: los irrisorios conflictos humanos, el dolor de la existencia, los embates de la enfermedad y la omnipresencia de la muerte. Ahora bien, para alcanzar ese estado se nos ha dispuesto un recorrido estrictamente filosófico en el que cada uno de los elementos que intervienen juega un papel muy preciso. El método que Platón adopta a tales efectos es, sin duda, el más cívico, el más propio de una ciudad en la que la libertad y la ley se configuran como imprescindibles condiciones de posibilidad de la verdad: el diálogo. Éste, salvo en momentos muy precisos, nunca es áspero o amargo, nunca deriva en una discusión bronca o una disputa, por más que los intervinientes discrepen a veces de forma rotunda sobre aspectos esenciales del asunto tratado. El dialogo platónico es una suerte de acuerdo mutuo de fondo en torno a la necesidad de ver claramente la Idea de algo. En tal sentido, todos los que intervienen en él muestran una disposición de benevolencia y colaboración que excluye, por principio, las veleidades de autoafirmación imperativa del yo, así como sus inseparables prejuicios. Si, de forma excepcional, aparece un personaje que rompe esa armonía preestablecida, tal y como sucede con Trasímaco en La República o Calicles en el Gorgias, es precisamente a modo de contraste, para poner de manifiesto los efectos disruptivos de la opinión cuando no está conducida exclusivamente por la voluntad de búsqueda de la razón.

No obstante, en ese universo expresivo de elementos perfectamente dispuestos para el disfrute de lo que debe ser el quehacer filosófico, no sólo son importantes los objetos del conocimiento, sino. tal y como decimos, la totalidad de los elementos que intervienen en el trayecto necesario para alcanzarlo. Platón, en tal sentido, nos provee de una experiencia profunda de lo que debe ser la práctica filosófica, La filosofía, parece decirnos, es una experiencia que tiene que ser placentera en si misma, tanto por los bienes a los que aspira y que finalmente nos entrega como por los estadios que hay que atravesar hasta hasta llegar hasta ellos, los cuales deberán infundir en el ánimo una disposición necesaria de serenidad y agrado, de complicidad y complacencia. Nada que ver, por tanto, con la disposición un tanto abrupta y tormentosa que adquirirá la actividad filosófica en la época moderna.

Tal vez, la obra en la que se muestra de forma más inspirada y precisa esa conveniencia de una atmósfera agradable para el ejercicio del pensamiento sea el Fedro, precisamente el diálogo en el que Platón se cuestiona, entre otros temas, la naturaleza de la belleza verdadera. Al principio del diálogo, Sócrates se encuentra con Fedro en un camino en las afueras de la ciudad y le inquiere por el discurso sobre el amor que sabe que Lisias acaba de proferir en Atenas. A partir de ahí se desarrolla una conversación en la que se sucederán cuestiones como el valor de la filosofía frente a la retórica, las virtudes epistemológicas de la memoria sobre la escritura o la propia naturaleza del amor. No obstante, antes de que todo ello tenga lugar Sócrates propone desviarse del camino y seguir el curso del río, a lo que Fedro repone: “Ha sido oportuno, al parecer, que me hallara descalzo; porque tú lo estás siempre. Así nos será muy fácil andar, mojándonos los pies por este hilillo de agua, y nada desagradable, sobre todo en esta estación del año y a esta hora del día”. El ambiente bucólico, la temperatura gradable, el ánimo de los participantes se combinan para que nada extraño nos distraiga del pensar.

A poco, encuentran un lugar propicio para el vuelo del diálogo filosófico: “¡Por Hera – exclama Sócrates -, hermoso sitio sin duda para hacer un alto! Un plátano ancho y elevado, un gran agnocasto cuya espesa sombra es una hermosura, y en plana floración para perfumar lo más posible el lugar; y, por añadidura, la más hermosa de las fuentes corriente bajo el plátano con un agua muy fresca según mi pie atestigua”. Hay, sin embargo, en ello una paradoja que Fedro se encarga de poner de manifiesto: Sócrates parece un extranjero en su propio país, toda vez que es rara la ocasión en la que se aventura a abandonar el recinto de la ciudad. “Sé comprensivo conmigo, buen amigo – dice Sócrates-. Me gusta aprender, y el campo y los árboles no quieren ensañarme nada, pero sí los hombres de la ciudad. Sin embargo, me parece que tú has encontrado el filtro mágico que ha de hacerme salir, pues así como a los animales hambrientos los hacen marchar agitando ante ellos una rama o una fruta, tú, presentándome hojas de discursos me harás evidentemente recorrer todo el Ática, y cualquier otro lugar que se antoje”. ¿Qué nos está diciendo Platón con esta disposición de elementos tan poéticos: en primer lugar, que el conocimiento implica siempre el abandono del lugar común; y en segundo, que no tiene, en absoluto, que ser una actividad dolorosa o desagradable, sino, más bien, todo lo contrario, la forma más alta del placer.

Para ello es preciso que la belleza y la serenidad nos acompañen desde el principio. En La república, por ejemplo, Sócrates llega al puerto del Pireo para presenciar a las fiestas de la diosa: “Me pareció ciertamente hermosa – dice – la procesión de los naturales del pueblo, aunque no lo fue menos la que celebraron los tracios”. Cuando se dispone a regresar a la polis, unos cuantos amigos le invitan a quedarse, seduciéndole a tal efecto con el anuncio de los acontecimientos festivos que tendrán lugar a lo largo del día. Se marchan entonces a la casa de Polemarco, en donde les espera Céfalo, al que Sócrates encuentra muy envejecido. Es precisamente entonces, cuando a la pregunta del invitado sobre si considera desgraciado el estado de la vejez, el padre de Polermarco responde con esa celebre consideración que recorrerá las reflexiones sobre el tema a través de los siglos: “Cuando ceden los deseos y se relajan nuestras pasiones, ocurre enteramente lo que afirmaba Sófocles, esto, es, que nos vemos libres de una gran multitud de furiosos tiranos”. Este apunte es perfectamente coherente con lo que vendrá después, en donde Platón, por medio de una especulación estrictamente política, expondrá su teoría sobre las tres partes del alma, que desembocará en el deslumbrante mito de Er.

Incluso en el Fedón, el diálogo que versa sobre la inmortalidad del alma, y cuyo es escenario es la cárcel en la que Sócrates, acusado de corromper a la juventud, tomará la cicuta que acabará con su vida, el ambiente, aunque solemne, es sereno y propicio para la práctica de la filosofía. Ello se produce en gran parte gracias al estado de ánimo que el maestro es capaz de transmitir a sus discípulos, abortando amablemente las emulsiones sentimentales de algunos de ellos, sin descartar tampoco el sentido del humor en algún momento. La muerte, al fin y al cabo, no tiene dominio, como escribirá el bardo británico muchos siglos después. “Pues no se apoderaba de mi- confiesa el propio Fedón – la compasión en la idea de que asistía a la muerte de un amigo, porque se me mostraba feliz, Equécrate, aquel varón, no sólo por su comportamiento, sino también por sus palabras”. Y añade: “Por esta razón, no sentía en absoluto compasión, como parecía natural al asistir a un acontecimiento luctuoso, pero tampoco de placer, como si estuviéramos entregados a la filosofía tal y como acostumbrábamos”. Por eso, cuando después de tomar el veneno, sus discípulos no pueden evitar el llanto, Sócrates les reconviene: “¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes”.

Así pues, Platón, con una coherencia raramente alcanzada, nos ejemplifica en su modo de filosofar que que la filosofía, no sólo es el placer más alto más del espíritu en tanto nos conduce a ese estado de orden y armonía atemporales de los que es posible disfrutar en el reino de las ideas, sino que lo es también en su propio ejercicio, en cada uno de los elementos que la componen, desde el entorno físico elegido a la disposición de ánimo de los participantes o la voluntad, estrictamente racional, de alcanzar el objetivo de la verdad. La propia belleza del asunto tratado no puede ser contaminada por el modo de tratarlo. Nada que ver, por tanto, con los tormentos conceptuales que encontraremos siglos después en el romanticismo alemán, tan profundamente cristiano, es decir, expresionista y retorcido en sus planteamientos. Aunque pocos pensadores han emitido juicios tan críticos y radicales sobre la apariencia de verdad con la que suelen deslumbrarnos los literatos, no hay, sin embargo, ninguno que lo haga con un grado de belleza tan elevado en su estilo, por medio de unos textos cuyo nivel de calidad pocas veces ha sido igualado. Esa belleza, no obstante, al contrario que la alcanza el poeta, no es nunca es un fin en sí mismo, sino la envoltura imprescindible de un camino que nos llevará a un mundo en el que podremos cohabitar con la Virtud, el Bien y la Verdad,