CONTRA LOS PERDEDORES

18/12/2023

Entre las muchas frases estúpidas con pretensiones de verdad que le debemos a Jorge Luis Borges, debería constar en un lugar de honor aquella que afirmaba que “La derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”. ¿Por qué?, cabe preguntarse. Lo primero que en Borges debería hacernos desconfiar son los adjetivos que elige, casi siempre más destinados a seducir nuestra credulidad que a la pura obligación de circunscribir una verdad posible. ¿Por qué la victoria ha de ser ruidosa? Tan sólo porque dicha cualidad proyecta sobre ella una sombra de vulgaridad, que es, a la postre, lo que se pretende demostrar. Pero la victoria, sin detrimento alguno de su condición, ¿no puede ser perfectamente silenciosa?, ¿no lo son así, acaso, las más perdurables y hermosas?

Pero sigamos interpelando a la frase: ¿Por qué el triunfo, incluso si fuera ruidoso, no merece ninguna dignidad? Convengamos que existen victorias tramposas, trapaceras y miserables a las que parecería aberrante honrar, para empezar porque su propia configuración las descalifica como tales (no hay victoria propiamente dicha si no es en buena lid), pero ¿hay algo que merezca más dignidad que esa conquista final que es el resultado de la fuerza combinada con la inteligencia? Y más allá de ello: ¿en virtud de qué extraña perversión ideológica deberíamos concederle al fracaso, por sí mismo, un estatuto indiscriminado de dignidad? Borges, por tanto, comienza sentando una premisa falsa para establecer a continuación un principio que sólo se sostienen en la pura credulidad.

En cierta forma, la frase del argentino nos recuerda a otra, igualmente estúpida, de Tolstoi, ese sacerdote intrínsecamente rousseauniano, que repiten sin solución de continuidad todos los papagayos literarios. Es aquella que sostiene que “todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Obsérvese que ambos enunciados comparten el principio romántico de negatividad: la de Borges ensalza el fracaso sobre el triunfo; la del ruso, la infelicidad sobre la dicha. Ambos hubieran sido considerados unos degenerados en el mundo griego, aunque sea precisamente allí donde encontramos la intuición genuina que anticipa todo el nihilismo moderno. Es la celebérrima sentencia de Anaximandro, que, como si fuera una premonición, constituye el primer balbuceo del pensamiento occidental: «De donde las cosas tienen su origen, hacia allí deben sucumbir también, según la necesidad; pues tienen que expiar y ser juzgadas por su injusticia, de acuerdo con el orden del tiempo» (las cursivas son nuestras).

Los griegos, desde luego, siempre fueron en sus planteamientos más profundos y radicales. Puestos a impugnar la realidad (lo mejor para el hombre es no haber nacido), no nos quedemos en aspectos meramente accidentales, tales como el fracaso o la infelicidad: abordemos una enmienda a la totalidad del ser, al tiempo que reivindicamos la nada como destino inexorable al que irremediablemente habrá que regresar. En cualquier caso, no encontraremos en el mundo griego ninguna apología de fracaso, salvo cuando éste se produce a pesar del heroísmo o la nobleza de carácter. Tal es lo que nos muestra Homero y, sobre todo, la tragedia. El héroe trágico, en efecto, fracasa, pero lo hace en cierta forma contra las añagazas del mundo o a consecuencia de su propia desmesura e ignorancia. En este último caso, sólo la muerte lo redime, y no es grande, entonces, porque haya sido derrotado, sino por haber sabido asumir la derrota con admirable grandeza de ánimo. Tal es la razón, así mismo, por la que los poetas griegos, al contrario que nuestros gimoteantes bardos modernos, alabaron siempre el triunfo, ya fuera en la competición o en la guerra: Odiseo es admirado, no a pesar de su condición de ladrón y sinvergüenza, sino precisamente por ello.

¿A qué entonces ese prestigio del fracaso en nuestro tiempo? En mi opinión, ello se debe, según ya se ha apuntado, a la invulnerable persistencia de los efluvios románticos. El poeta romántico, tomando la parte (el fracaso) por el todo (la noble lucha), no sólo le asigna al primero una dimensión de grandeza incondicional, sino que proyecta sobre él la dimensión de ennoblecimiento que irradia la segunda. de esa forma, el fracaso deviene, poco menos, que un imperativo moral, mientras que el triunfo se convierte en una suerte de adorno pequeñoburgués que hay que evitar como a la peste. Así mismo, la derrota queda justificada, puesto que si no ganamos, no es porque no pudimos, sino porque ni siquiera luchamos, ya que de haber vencido hubiéramos quedado reducidos a la abyecta condición, Borges dixit, de seres indignos. Ahora bien, ¿y si nada de todo esto fuera tal y como nos quieren hacer creer nuestros insignes literatos modernos? ¿Y si el fracaso y la derrota no fueran en muchas ocasiones sino la condición de posibilidad de algunas de las formas de triunfo más abyectas e infames?  ¿Y si el mal, para extender su imperio, necesitara al perdedor que se complace en su condición de tal? ¿Qué tendrían entonces de dignas tales formas del fracaso?

Hasta el triunfo del mal tiene algo que merece ser alabado: simple y llanamente supo ganar, usó mejor sus recursos, aunque fuera para llegar a un lugar indeseable. ¿Y qué decir del triunfo del Bien? ¿Debiéramos despreciarlo o, peor aún, condenarlo simplemente porque nuestros literatos lo consideran vulgar en virtud de un principio que no se dignan o no saben explicar? Pero concentrémonos en el fracaso. ¿Qué nobleza o dignidad hay en el perder cuando ello ha sido consecuencia de la indolencia, la torpeza o la incompetencia? Y, sin embargo, hasta en esas formas de derrota hay un último vestigio de decencia siempre y cuando sus afligidas víctimas nos ahorren el expediente de la queja. “Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”, le dice la madre de Boabdil a su quejumbroso hijo en uno de nuestros romances más renombrados. Lo habitual, sin embargo, es que el perdedor intente convertir su impotencia en un principio moral, cuando no de ontologización infinita de la realidad (véase a tal respecto toda la filosofía de Schopenhauer). Desde dicha perspectiva, el vencedor no lo será nunca simplemente por haber sido mejor, sino, precisamente, por representar el mal. Así pues, se perdió por la sencilla razón de que el mal domina en el mundo, luego el mundo en todas sus manifestaciones es lo que hay que impugnar, toda vez que ya sabemos que la cosas han de pagar “las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo”. Convoquemos, por tanto, a los poetas y a los demagogos para que canten a la derrota: ella nos dispensa de las molestias de la acción, al tiempo que nos engrandece sin necesidad de rendir tributo.

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