LA PEQUEÑA FELICIDAD

06/10/2013

Una de las frases mas estúpidas y, por lo tanto, mas citadas de la historia de la literatura es aquella de Tolstoi (siempre entre los autores mas pródigos en tales menesteres) que incidía en el parecido de las familias felices frente a la irreductible singularidad de las que habitan en la desgracia. La realidad es estrictamente la contraria: la infelicidad es siempre compacta y uniforme, de una homogeneidad perfectamente intercambiable. La tristeza, según advirtiera Spinoza, es el paso de una perfección mayor a una menor, y en ese proceso de disolución todos los gatos terminan siendo indefectiblemente pardos. Puede que un novelista cuya imaginación haya sido rigurosamente pervertida por los mórbidos principios ideológicos del romanticismo tan sólo encuentre vida allí donde el hombre se debate con las sombras de su destino, pero ello, más que de los caracteres objetivos de ningún estado de ánimo en concreto, es consecuencia, más bien, de las infranqueables limitaciones de su mirada, de las estrecheces de su percepción, de las insuficiencias, incluso, de sus recursos artísticos.

En realidad, la felicidad, como potencia suprema del ser, puede presentar una variedad de matices y gradaciones tan infinitamente ricos, tan sugestivos desde un punto de vista filosófico, tan incitantes en términos estrictamente literarios, que se necesitaría de un verdadero coloso del arte para dejar cumplida cuenta de ellos. La felicidad no es nunca aburrida, lo es tan sólo el modo tan estrecho y superficial con el que a menudo la percibe nuestra proverbial miopía estética. He visto felicidades que se complacían en una melancolía casi perfecta, felicidades de tardes de invierno y añoranzas indefinidas. He visto felicidades ermitañas, felicidades atrincheradas en un silencio exquisito que no implicaba, sin embargo, ningún reproche del mundo. He visto felicidades tranquilas, exultantes, desafiantes, definitivas. Puede que las felicidades más consistentes sean aquellas que apenas si tienen conciencia de sí mismas, aquellas que se inscriben en la memoria como un bien irremisiblemente perdido. Incluso en esas familias felices que la mirada de Tolstoi reputa indistintas, los matices de la dicha revisten variaciones sorprendentes: donde el padre, por ejemplo, presenta una alegría rutinaria e irreflexiva, el hijo puede oponerle un incendio desbordante de rebeldía y entusiasmo. La felicidad de las madres suele ser mucho dulce, y mucho más profunda.

En esta mañana perfecta de domingo de principios de otoño me llegan desde la calle los ruidos de esa felicidad íntima de las familias, esa felicidad banal de los momentos intrascendentes, las risas de los padres, el juego de los niños…Es, en efecto, una felicidad pequeña, carente de retórica, envuelta por lo general en una frágil arboladura de problemas suspendidos y también ínfimos y más o menos evanescentes; una felicidad que se irá ensombreciendo conforme avance el día hasta impregnarse de ese raro desasosiego que anega las tardes de domingo. Es, desde luego, una felicidad incompatible con los sueños de absoluto, una felicidad infima, cívica, humildemente democrática. No hay en ella ni héroes ni tumbas, tan sólo seres humanos que de forma tal vez enteramente inconsciente oponen la evidencia de sus vidas a la oscura omnipresencia de la muerte.

Al igual que esa felicidad inestable, imprevisible y huidiza, también la democracia se levanta sobre unos presupuestos altamente improbables. La primera diferencia que apreciaron mis ojos adolescentes en aquella democracia que trataba de arrancarse aún la costra del franquismo fue precisamente la normalización del júbilo en los parques y las plazas. Era la alegría de la gente corriente, la dicha inevitable, la imperativa cualidad sin la que cualquier deseo de supervivencia resultaría por entero ininteligible. Era la alegría de los que sintieron de pronto que la expresión de la dicha no era pecado ni tampoco delito. Pues bien, nadie se mostraba tan escandalizado por ella como los aventureros del absoluto, los nostálgicos del infinito, los lacayos más o menos involuntarios de las diversas formas de despotismo. Unos la juzgaban frívola y burguesa; otros, traidora e impía. Por eso, cuando las tribulaciones de este tiempo nos condicionan en cierta forma la perspectiva, lo peor que podríamos hacer es abjurar de esa alegría posible que no anhela el comercio con los dioses, sino que nos inscribe, mucho más humildemente, en el reino de lo humano. Dejemos que los secuaces de Tolstoi y cualesquiera otros muñidores de quimeras prosigan soñando trasmundos con mayúsculas, pero sería un error de consecuencias incalculables permitirles que contaminen nuestra risa.

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